Los tradicionalistas que trataron de tumbar al papa Francisco aguardan su momento en el cónclave

Un sector de la Iglesia dirigido y financiado desde EE UU quiso tumbar al Papa Francisco para imponer su ideología identitaria en el Vaticano.

El 26 de agosto de 2018, mientras el Papa Francisco realizaba una visita oficial a Irlanda, el Vaticano enfrentó uno de los mayores escándalos internos de su historia reciente. El arzobispo Carlo Maria Viganò, exnuncio en Washington, publicó una carta de 11 páginas en la que acusó al Pontífice de encubrir los abusos sexuales cometidos por el cardenal Theodore McCarrick. En el mismo texto, exigió su renuncia.

La dureza de la denuncia marcó el clímax de una ofensiva conservadora que se había gestado años atrás, impulsada por sectores que consideraban a Francisco un Papa demasiado progresista, incluso herético. La campaña, dirigida desde Estados Unidos, coincidió con la presidencia de Donald Trump, quien buscaba imponer una narrativa cultural basada en valores judeocristianos y veía en Francisco una figura incómoda.

Francisco incomodó a muchos con sus posturas ecologistas

Francisco incomodó a muchos con sus posturas ecologistas, su apertura hacia la diversidad sexual, sus críticas al capitalismo y su frontal oposición a las políticas migratorias de Trump. Desde esa óptica, el Vaticano no podía estar encabezado por un líder contrario al discurso dominante de la derecha estadounidense.

Las tensiones internas no eran nuevas. La historia de la Iglesia siempre estuvo marcada por disputas y luchas por el poder. Pero nunca antes un Papa en funciones había sido blanco de ataques tan agresivos, y mucho menos por parte del ala tradicionalista del catolicismo. Hasta entonces, solo grupos extremistas como la Fraternidad de San Pío X se habían rebelado abiertamente contra Roma.

Steve Bannon y la estrategia global contra Francisco

Uno de los principales artífices de la ofensiva fue Steve Bannon, exasesor de Trump. Se instaló en el lujoso hotel De Russie, en Roma, y desde allí comenzó a tejer redes con líderes europeos y políticos contrarios al Papa, como Matteo Salvini. Bannon intentó fundar una escuela de populismo a las afueras de la ciudad y amplificó su influencia mediante medios aliados.

Dentro del Vaticano, el cardenal estadounidense Raymond Burke se convirtió en el rostro visible de esta corriente, apoyado por figuras como el teólogo alemán Gerhard Müller. Juntos elaboraron una estrategia para desacreditar intelectualmente a Francisco y cuestionar su legitimidad.

Las heridas del papado emérito

El conflicto tuvo otra raíz: la renuncia de Benedicto XVI en 2013. Aunque se presentó como un gesto de humildad, abrió una grieta simbólica en la Iglesia. La presencia de dos Papas -Francisco y Benedicto- generó una ficción que favoreció al sector conservador, que veía en Ratzinger una figura a la cual reagruparse.

Pese a que el Papa emérito evitó involucrarse en disputas, ciertos gestos y la influencia de su secretario personal, Georg Gänswein, generaron tensiones que afectaron la autoridad de Francisco. El punto más crítico llegó en 2020, cuando Benedicto firmó junto al cardenal ultraconservador Robert Sarah un libro en defensa del celibato sacerdotal, justo antes del sínodo sobre la Amazonia. El gesto fue percibido como una injerencia directa.

A pesar de la presión, el Papa no se dejó amedrentar. Respondió con viajes, nombramientos estratégicos y documentos doctrinales. En febrero de 2020, envió una carta a los obispos estadounidenses en la que condenó las deportaciones masivas impulsadas por el gobierno de Trump. La respuesta del «zar de la frontera», Tom Homan, fue inmediata: «El Vaticano tiene un muro alrededor. Que se ocupe de sus asuntos».

Francisco no cedió. Evitó reformas que no compartía, como la ordenación de mujeres, pero mantuvo su rumbo sin someterse a presiones ideológicas. Su resistencia se convirtió en símbolo de una Iglesia que intentó mantenerse fiel a su mensaje en medio de una tormenta política.

Una Iglesia dividida y un futuro incierto

La elección de Joe Biden trajo un alivio momentáneo, pero la Iglesia en Estados Unidos ya estaba profundamente dividida. Como explicó el teólogo Massimo Faggioli, «es un catolicismo basado más en la identidad que en la fe. Son dos mundos distintos que ya no se reconocen entre sí».

El movimiento neoconservador que surgió en los años ochenta no perdió fuerza. Uno de sus exponentes actuales, el vicepresidente J. D. Vance, representa esa línea dura que aspira a devolver a la Iglesia su antigua rigidez doctrinal. Su agenda no terminará con el próximo cónclave, gane quien gane.

En un gesto cargado de simbolismo, Francisco dedicó uno de sus últimos actos públicos a recibir al propio Vance en el Vaticano. Quizás una forma de recordar que, a pesar de los ataques, nunca dejó de escuchar a sus adversarios.

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Prensa LOV/Carmen Cecilia Guerra

Agencia

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