La preservación de la cuenca del lago de Maracaibo y del propio estuario es una causa vital, como lo cantó el juglar paraguanero. Es una causa humana. Es razón esencial para quienes nos digamos seres humanos verdaderos. Para los zulianos, pero igual para la nación toda y para el planeta tierra.
En estos días en que los medios señalan la aparición de extensas manchas por derrames de petróleo en sus aguas, vale recordarlo. Hace más de 20 años, como gobernador del Zulia por segunda vez, acordé con Chávez, recién electo presidente, la inclusión en PDVSA de un Vicepresidente para gestión ambiental.
Sus tareas serían incidir al más alto nivel, dentro de la misma industria, para armonizar desarrollos, planes, perforación, explotación, con la preservación de las áreas donde se daba la extracción de hidrocarburos. Prioridad, la recuperación del lago de Maracaibo. Me dijo el presidente que lo repitió como instrucción al menos a dos presidentes de la industria, sin que se cumplieran sus órdenes. Eran otros tiempos. Es importante recordar, retomar esta propuesta, ante la celebración por los 200 años de la Batalla Naval del lago de Maracaibo.
La Cuenca del Lago de Maracaibo es un espacio de luz, de energía, signada por el sol y los destellos del relámpago del Catatumbo. Hidrográficamente, integrada por territorios de cinco estados del Occidente de Venezuela y parte de Colombia. Ese signo de luz impregna la cultura, el imaginario colectivo desde tiempos ancestrales de los habitantes de ese territorio ecológicamente rico, variado, fértil y frágil a un tiempo.
Esa múltiple tormenta de relámpagos y rayos, que es posible vislumbrar desde el Golfo de Venezuela hasta los estados andinos, tiene una inmensa cuna, una extensa zona conocida como las Ciénagas de Juan Manuel. En ella, según investigaciones realizadas por biólogos de LUZ, convergen los ríos que bajan de los Andes, ya en terreno llano para juntarse con las aguas del lago. Esos humedales constituyen una suerte de vitrina del tiempo, con sus especies vegetales y animales que han permanecido iguales desde las edades primigenias de la tierra.
También es luminosa la interpretación que nuestros ancestros indígenas hacen del fenómeno electroatmosférico. Para los barí, el Relámpago del Catatumbo es Bigdarí, un niño dios que se divierte lanzando luces a la Tierra, una deidad juguetona que sólo se calma cuando el más anciano de la comunidad, desde la tierra, lo reprende.
Para los añú, la gente del agua, habitantes de las riberas lacustres, esas luces son los movimientos de las almas que ya partieron y están contentas, antes de regresar al agua de la que surgieron, refiriéndose al Coquivacoa.
Son relatos que nos enseñan la necesidad universal y vital -hoy reclamada por la humanidad- de reconocernos como seres cósmicos, hermanados en nuestra esencia con gente, con la tierra, el agua y el aire. En esa necesaria armonía de convivencia radica la esperanza de paz interior, de vida y de futuro.
Y es que, más allá del récord mundial de frecuencia de actividad electroatmosférica, lo más trascendente es que la ciencia ha establecido ya que los Relámpagos del Catatumbo ocurren desde tiempos inmemoriales gracias a una combinación de elementos e interacciones propias del gran ecosistema que es la Cuenca del Lago de Maracaibo, con todas sus potencialidades, riquezas y bellezas. Es un equilibrio que debemos preservar, una biodiversidad que supera las fronteras políticas; es una fuente de vida y de energía que debemos defender y conservar. Somos parte de ella y así lo supieron entender las culturas ancestrales que en ella han habitado.
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FRANCISCO J. ARIAS CÁRDENAS
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