Cambio climático hace estragos en la salud mental de América Latina

Diversos estudios han confirmado que la exposición prolongada al calor afecta a la salud física y mental, aumenta el riesgo de agotamiento, insolación, trastornos del estado de ánimo, ansiedad e incluso provoca pensamientos suicidas.

En el caso de Quiroz, a las preocupaciones relacionadas con el clima se sumó un episodio de ansiedad aguda que ya padecía, y comenzó a tener ataques de pánico, que le llevaron a solicitar un permiso por incapacidad en su trabajo. También buscó ayuda profesional que le ha ayudado a hablar más abiertamente sobre su salud mental.

Quiroz cree que estaba sufriendo lo que se ha denominado ecoansiedad, un estado de agitación, inquietud o zozobra del ánimo frente a la crisis climática.

Este concepto, popularizado por la Asociación Americana de Psicología (APA) en 2017 en su informe Salud mental y nuestro clima cambiante, se refiere a la angustia y el malestar emocional que una persona experimenta debido a la preocupación por el estado del medio ambiente y los desastres climáticos.

Es una sensación que afecta principalmente a las nuevas generaciones y a quienes trabajan en temas ambientales. Según el Center for Climate and Resilience Research, más de la mitad de los jóvenes de 16 a 25 años experimentan emociones negativas como ansiedad e impotencia ante el cambio climático.

Con desastres más potentes y frecuentes, y un clima más errático que amenaza con sequías, inundaciones y olas de calor a las comunidades, es urgente que los profesionales sanitarios comprendan el impacto del cambio climático en la salud mental, explica la doctora Ana Laura Torlaschi, asesora de la Organización Panamericana de Salud (OPS) para proyectos sobre salud y cambio climático.

“Puedes tener un profundo conocimiento sobre enfermedades, pero si no reconoces que una persona está expuesta a factores ambientales que la afectan, no podrás ofrecer la ayuda adecuada”, afirma.

La salud mental en los desastres climáticos

Las personas que viven un desastre de primera mano están expuestas a sufrir impactos agudos en su salud mental. Ese fue el caso de Diana Ruiz, de 35 años, y su madre, que no alcanzaron a prepararse para la llegada del huracán Otis en 2023, la peor tormenta en golpear el Pacífico mexicano en más de tres décadas, que arrasó con el balneario turístico de Acapulco.

Otis solo tardó 12 horas en pasar de tormenta tropical a un huracán categoría 5, la mayor posible, algo inédito. Ante el rápido fortalecimiento del ciclón, madre e hija no alcanzaron a evacuar, y no les quedó más remedio que encerrarse en el baño de su casa en Acapulco con su gato a la espera de que pasara.

“Fue un shock. Estábamos asustadas. Intentamos dormir, pero había un ruido muy extraño del viento”, recuerda Ruiz. Por la mañana, pudieron hacer recuento de daños: puertas, estufas, techos y láminas estaban tiradas por el suelo.

También estaba afectado el local en el que vendían accesorios y ropa. En las siguientes semanas, el reto fue conseguir comida y evitar que los ladrones entraran a su casa. “Mi mamá se aguantaba muchas cosas, dolor. No lloramos”, recuerda la hija. “Tiempo después, te empiezan a caer las cosas y cómo pasaron”.

Tras ese huracán, psicólogos de Médicos Sin Fronteras y del Estado de Guerrero fueron a atender la salud mental de las personas en Acapulco y Coyuca de Benítez, dos de los municipios más afectados.

“Llegamos dentro de lo que se considera la fase inmediata posterior al desastre”, explica Berzaida López, encargada de la intervención en salud mental de la organización. Según explica, en esa etapa prevalece la sensación de incredulidad, y los afectados sienten como si estuvieran viviendo una pesadilla.

“El estrés está muy elevado en esos primeros días. Las personas hablan de dificultad para dormir, de tener sobresaltos o estar en constante vigilancia”, dice López. “Si venía un viento fuerte que provocaba ruidos que se asocian con el huracán, la gente volvía a experimentar el trauma”, agrega. Estos flashbacks, revivir el huracán, son señales de estrés agudo.

La importancia que se le da a la salud mental y el hecho de que existan profesionales que atiendan a las personas en desastres es relativamente nuevo. En 2011, después del terremoto de Sendai, Japón, que dejó más de 18.000 muertos y problemas agudos de salud mental a los supervivientes, se creó el Marco de Sendai para la reducción del Riesgo de la ONU, que recomienda mejorar los planes de recuperación y ofrecer apoyo psicosocial a los afectados.

Aunque es emergente, especialmente en América Latina, la evidencia de que estos eventos pueden causar depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático, abuso de sustancias y comportamiento suicida, resalta su importancia.

A más de dos años de Otis, la salud mental todavía es un reto para Diana y su mamá. Ella tiene secuelas por el dengue que sufrió tras Otis, una enfermedad que se disparó tras el desastre, que también infligió un golpe a la economía local y que llevó a Diana a trasladarse a la Ciudad de México.

Más allá del desastre: el dolor de perder el paisaje

La ecoansiedad también le afectó a Regeane Oliveira Suares, una joven indígena terena que dejó su comunidad hace más de seis años para estudiar medicina en la Universidad Estatal de Mato Grosso do Sul (UEMS) de Campo Grande, en el sur de Brasil.

Desde entonces, su salud mental se ha visto golpeada por el desarraigo y por la pérdida gradual de su territorio.

“Salí de un pequeño municipio donde todos se conocían y la rutina era diferente. Cuando comencé a vivir en la ciudad, mi salud mental sufrió mucho. Empecé a desarrollar depresión y ansiedad”, recuerda.

En su aldea, todo le daba sensación de libertad. Podía caminar o montar en bicicleta sin peligro. Pero si dejar su comunidad fue un reto, también lo fue volver y ver que la tierra y el paisaje habían cambiado. “Noté cambios drásticos en los cultivos, la falta de lluvias empobreció el suelo y el fuerte sol acabó con la mayor parte de lo que se sembraba para comer o vender”. El río cada vez estaba más seco y muchas veces incluso desviado, generando un paisaje que describe como “triste”.

Al desarraigo, a Oliveira se le sumó lo que el filósofo Glenn Albrecht bautizó en 2005 como solastalgia, “un dolor que se experimenta cuando se reconoce que el lugar en el que se reside y se ama está sometido a un asalto”.

Es una especie de duelo por la pérdida del lugar conocido. “Pienso que mis hijos tal vez no verán de qué fui parte, en dónde crecí. Esto me deprime aún más, porque, poco a poco, vi que ese lugar se estaba desmoronando ante nuestros ojos”, comenta.

En 2021, Oliveira participó en una investigación de la Escuela de Medicina de la UEMS liderada por el profesor Antonio Grande para explorar las acciones que se necesitan para mejorar la salud mental de los indígenas en relación con el cambio climático.

“Estos pueblos están perdiendo su perspectiva de vida, la esperanza, así que, para ellos, todo lo que sucede tiene un significado más profundo”, asegura Grande en una videollamada.

“En este punto, todo tiene que ver con el cambio climático. Las tierras han sido devastadas y ellos ya no se pueden comunicar con la naturaleza. Incluso algunos hablan de que ya no la pueden escuchar”.

La investigación propone preservar su territorio, respetar sus formas de vida y romper el tabú sobre la enfermedad mental que existe en estas comunidades. “Es algo político, que empieza por no destruir sus tierras”, comenta el investigador.

El que lidera es uno de los pocos estudios sobre salud mental y cambio climático hechos en América Latina y da pistas de la transformación que necesita la región para empezar a abordar un tema que ha sido estigmatizado históricamente.

Oliveira, por su parte, arroja sus percepciones como indígena a punto de graduarse de médica. “Las facultades de medicina necesitan trabajar esta relación, los Gobiernos deben garantizar el derecho a la tierra ancestral y a la asistencia financiera, y en las escuelas se debe educar sobre nuestros orígenes, nuestros derechos, y nuestros valores como seres humanos en la sociedad”, apunta.

La acción: un camino para trabajar la salud mental

A medida que los eventos climáticos adversos aumentan, más personas sentirán su salud mental afectada. La psiquiatra Nora Leal Marchena, que en 2023 impulsó la creación del Capítulo de Salud Mental Ambiental y Urbana de la Asociación de Psiquiatras de Argentina, subraya la importancia de trabajar con acciones concretas para manejar estas emociones. ”Cuando se empieza a trabajar por un tema, las acciones motorizan respuestas positivas que ayudan a mitigar la preocupación”.

La magnitud del problema, de escala global, puede llevar a caer en el apocalíptico “ya es muy tarde”. Pero por lo menos, a nivel mental, actuar salva. Marchena lo ve sobre todo con los niños y adolescentes, en cuya salud mental se ha especializado, y a quienes se les está negando su futuro. “Hay que llevarlos a tomar acción, porque, si no, les generas es impotencia”.

Alice Poma, doctora en ciencias sociales e investigación de emociones y movimientos sociales en la Universidad Nacional Autónoma de México, lo corrobora. “Uno de los resultados de las investigaciones, es que el activismo es casi terapéutico en tema de emociones climáticas,” explica.

Tener esperanza en la acción colectiva, en crear espacios de discusión, permite pensar en un futuro diferente, explica Pome. “El cariño o los vínculos afectivos que se forman en la colaboración ayudan a no tenerle tanto miedo al futuro distópico que nos imaginamos”, concluye.

Por eso, personas como Yanine Quiroz, buscan estrategias para afrontar el impacto emocional del clima extremo.

“Tengo algunas ideas en mente para responder a corto plazo a esas futuras situaciones que podrían desencadenar la ecoansiedad otra vez”, dice. Sus estrategias van desde soluciones individuales, como climatizar sus espacios, hasta acciones colectivas, como participar en reforestaciones con ONGs. “Pero definitivamente el miedo aparece cada vez que el calor se vuelve más intenso”.

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Prensa LOV/Carmen Cecilia Guerra

El País

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