La caída de Berlín, la última gran batalla europea

La madrugada del 2 de mayo de 1945 –dos días después del suicidio de Hitler– las tropas que defendían a la capital alemana se rindieron incondicionalmente ante el Ejército Rojo. En poco más de diez días hubo más de 800.000 bajas, entre ellas más de 20.000 civiles y la ciudad quedó convertida en ruinas

Fue la última gran batalla europea de la Segunda Guerra Mundial y marcó el fin de la Alemania nazi, ese Reich que iba a durar mil años y solo alcanzó a existir doce que fueron más que suficientes para mostrarle al mundo toda su barbarie.

Berlín, la capital, el último refugio de Adolf Hitler era el objetivo final del avance del Ejército Rojo, que venía ganando terreno desde que el 12 de enero de 1945 había penetrado en el territorio alemán durante la ofensiva del Vístula-Óder.

Una vez en Alemania, las tropas rusas avanzaron hacia el oeste a una gran velocidad, de hasta cuarenta kilómetros al día, y se internaron en Prusia Oriental, la Baja y Alta Silesia y Pomerania Oriental, hasta detenerse temporalmente a 60 kilómetros al este de la capital, en una línea defensiva alemana junto al río Oder.

Para el 20 de abril, el mismo día del cumpleaños 56 de Hitler, solo les faltaba dar el asalto final, atacando la ciudad desde tres frentes, en el norte, el este y el sur. Solo era cuestión de tiempo para que Berlín cayera en poder de los soviéticos, el final anunciado de una batalla en la que solo el führer creía que podía salir victorioso.

Más que creer, estaba convencido, tanto que ese día, cuando sus colaboradores más cercanos le sugirieron que se refugiara en Baviera, se negó de manera terminante y les respondió que lo soviéticos iban a sufrir la derrota más sangrienta de su historia allí mismo, en Berlín.

Estaba dispuesto a defender la ciudad hasta el último hombre, de los pocos que le quedaban. Tenía escasas tropas realmente entrenadas, a las que había engrosado con el reclutamiento forzoso de ancianos y niños.

Él mismo lo reconoció poco después de haberles dado esa respuesta arrogante a sus colaboradores, cuando condecoró con la cruz de hierro a un grupo de adolescentes y niños de las Juventudes Hitlerianas en las afueras del bunker. “Ustedes son lo único bueno que le queda a Alemania, porque los mejores han muerto”, les dijo.

Berlín ya estaba al alcance de la artillería soviética. La “Operación Berlín”, como la bautizó el propio Iosif Stalin había comenzado, con un despliegue de 2.500.000 soldados -2.300.000 soviéticos y 200.000 polacos-, 6.250 tanques, 41.600 cañones y 7.500 aviones.

Durante los siguientes doce días, el ejército Rojo lanzó casi dos millones de proyectiles sobre la capital asediada, hasta tomarla definitivamente el 2 de mayo. La rendición de Alemania se concretaría seis días después frente a representantes de todos los Aliados, pero para el líder soviético, que el Ejército Rojo fuera el primero en entrar en Berlín significaba una gran victoria, que lo ponía por encima de los británicos y los estadounidenses. Sobre todo porque, hasta unos pocos días antes, parecía imposible que los soviéticos ganaran esa carrera.

Churchill, Truman y Stalin

Para la primera mitad de abril de 1945, el Ejército Rojo estaba detenido momentáneamente a unos 200 kilómetros de Berlín, después de una inesperada derrota en la Batalla del Río Óder, mientras que las tropas estadounidenses acampaban a solo 80 kilómetros de la capital, al otro lado del Río Elba. Todo indicaba que los norteamericanos serían los primeros en entrar pero Harry Truman, que había asumido la presidencia de los Estados Unidos luego de la muerte de Franklin Delano Roosevelt, decidió modificar el movimiento de sus tropas y enviarlas hacia los Alpes, donde se estaban concentrando nuevas fuerzas alemanas con la intención de lanzar un contraataque desde el sur. Al conocer la decisión de Truman, el primer ministro británico Winston Churchill es escandalizó y trató de que el estadounidense cambiara su decisión con el argumento que era una locura dejar Berlín en manos de “los comunistas”. Truman no dio el brazo a torcer.

Así, con el visto bueno de su presidente y ante la desesperación de Churchill y del mariscal británico Bernard Montgomery, el general Dwight Eisenhower, comandante de las tropas norteamericanas, comunicó a sus oficiales y al propio Stalin que sus fuerzas avanzarían hacia el sudeste de Alemania en lugar de seguir hacia la capital.

El 20 de abril, Stalin respondió con una sola palabra cuando su estado mayor le preguntó si era el momento de dirigirse a la capital: “Da” (sí), dijo y de inmediato el Ejército Rojo comenzó su avance. El Primer Frente de la Rusia Blanca, a cargo del mariscal Georgy Zhukov cargó desde el centro; el Segundo Frente del general Konstantin Rokossovsky cargó desde el norte, y el Primer Frente de Ucrania del mariscal Iván Koniev lo hizo desde el sur, con el apoyo auxiliar del Ejército Polaco al mando del general Stanislav Poplaski.

Al día siguiente, una batería de artillería de la 266 División de Fusileros del Quinto Ejército de Choque de Nikolái Berzarin se convirtió en una de las primeras en bombardear Berlín. “Ante nosotros se extendía una enorme ciudad. Una sensación de alegría y exultación nos invadió. Aquella era la última posición enemiga, y la hora de la venganza había llegado al fin. Ni siquiera nos dimos cuenta de un coche que se detenía a nuestro lado. De él bajó nuestro comandante, el general Berzarin. Dio una orden a nuestro oficial en jefeː ‘Blancoː los nazis en Berlín. ¡Abran fuegoǃ’. La batería comenzó a disparar proyectiles sobre los que habíamos escritoː ‘Por Stalingrado’, ‘Por Ucrania’, ‘Por los huérfanos y las viudas’ y ‘Por las lágrimas derramadas por nuestras madres’”, escribió en su diario el sargento Nikolái Vasiliev, a cargo de una de las baterías.

La capital bajo asedio

Desde los primeros días de 1945, Berlín venía sufriendo constantes bombardeos aéreos por parte de los británicos y los estadounidenses. La ciudad estaba prácticamente en ruinas y sus habitantes vivían refugiados en sótanos y refugios subterráneos, sufriendo cortes de energía eléctrica, escasez de agua y alimentos racionados. “A los tres millones de habitantes que vivían en ese momento en la ciudad había que sumar los miles y miles de refugiados que día a día llegaban del este huyendo del avance soviético. Las cifras oficiales estiman que hubo alrededor de ocho millones de desplazados alemanes provenientes de las regiones orientales (Prusia, Silesia y Pomerania) que se dirigieron desde finales de enero hacia la capital del Reich”, señalaba en una crónica el periodista mexicano Yetlaneci Alcaraz.

Hasta ese momento la aviación había reducido la ciudad a 84 millones metros cúbicos de escombros, lo que significaba unas 2.600 hectáreas arrasadas y 800.000 casas destruidas. Unos 52.000 berlineses habían muerto y otros 100.000 se encontraban heridos en los hospitales. Las “raciones de urgencia” previstas para una semana consistían en 1 kilo de salchichas, 250 gramos de arroz, 250 gramos de porotos secos, 30 gramos de café, un kilo de azúcar y una caja de verduras.

Aún en esas condiciones, la vida seguía adelante pese a la creciente certeza de la derrota. En el libro “Berlín – La Caída”, el historiador británico Anthony Beevor describe así esos días: “La ciudad estaba dominada por una atmósfera de inminente derrumbamiento tanto en las vidas personales como en lo referente a la existencia de la nación. Sus habitantes gastaban el dinero sin moderación, persuadidos de que no tardaría en perder todo su valor. Se contaban historias, difíciles de confirmar, acerca de niñas y muchachas que copulaban con extraños en rincones oscuros cercanos a la estación del Zoo y el Tiergarden. Al parecer el deseo de prescindir de la inocencia se hizo aún más desesperado a medida que el Ejército Rojo se aproximaba a Berlín”.

Pese a sus bravuconadas y la promesa de propinarle al Ejército Rojo la peor derrota de su historia, el propio Hitler había debilitado a las fuerzas que defendían la capital. Creía que el objetivo principal de la ofensiva soviética estaba en Hungría, donde se encontraban los últimos pozos petrolíferos con que contaba el Reich, y su capital, rodeada por el enemigo, podía ser utilizada como base para atacar Viena.

Por eso envió hacia el frente húngaro a la mayoría de las tropas disponibles, desguarneciendo a los demás, incluso Berlín. El jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Heinz Guderian, pensaba en cambio que los rusos pondrían sus cabezas de puente en el Óder, para avanzar hacia Berlín, y que era allí donde había que fortalecer las defensas. Pese a que Guderian era uno de los estrategas más prestigiosos de Alemania, Hitler se negaba a escucharlo.

Las fuerzas realmente disponibles para la defensa de Berlín eran algunas divisiones de las Waffen-SS, restos de varias unidades de la Wehrmacht, jóvenes de las Juventudes Hitlerianas, ancianos reclutados, policías, y veteranos de la Primera Guerra Mundial.

Una charla con Goebbels

El 27 de abril el cerco soviético sobre Berlín estaba completo y al Ejército Rojo solo le quedaba avanzar paso a paso por las calles de la ciudad. Ese día, se produjo un insólito diálogo telefónico entre un oficial soviético y el ministro de propaganda de Hitler, Josef Goebbels. El teniente Viktor Boev, que hablaba un alemán muy fluido, encontró el número telefónico de Goebbels en una agenda y no dudó en llamarlo. La conversación que quedó registrada en un informe fue la siguiente:

-Soy un oficial ruso. Querría hacerle algunas preguntas – dijo Boev.

-Dígame… – contestó Goebbels.

-¿Cuántos días serán capaces de resistir todavía?

-Varios…

-¿Cómo ‘varios’? ¿Días?

-No, meses. Ustedes defendieron Sebastopol durante nueve meses. ¿Por qué no vamos a poder hacerlo nosotros con nuestra capital?

-¿Cuándo y por qué camino intenta usted dejar Berlín? – preguntó Boev.

-Es una pregunta demasiado impertinente para recibir respuesta – respondió Goebbels.

-Lo encontraremos aunque sea en el fin del mundo. Y ya le tenemos preparada la horca. ¿Quiere pedirme alguna cosa? – siguió el oficial soviético.

-No – respondió el alemán y colgó.

La caída

En Berlín se combatió casa por casa y los francotiradores alemanes causaron estragos entre las tropas soviéticas que avanzaban paso a paso. De todos modos, la suerte de la capital ya estaba decidida. Uno a uno, los barrios de la ciudad fueron ocupados, mientras la población civil, que no había sido evacuada, se escondía en los sótanos y entre las ruinas. El polvo y el humo hacían el aire irrespirable y en los abarrotados túneles del subterráneo los gritos de dolor de los heridos se mezclaban con los llantos de los niños.

Adolf Hitler se suicidó junto con Eva Braun el 20 de abril y al día siguiente, el matrimonio Goebbels hizo lo mismo después de matar a todos sus hijos para que no cayeran en poder de los soviéticos.

El 1 de mayo, a las dos de la madrugada, el general alemán Hans Krebs, fue enviado al cuartel general del comandante soviético Vasili Chuikov con una bandera blanca, para negociar un posible alto el fuego. Krebs le leyó un documento donde se le proponían “negociaciones de paz entre los dos estados que han sufrido las mayores pérdidas en la guerra”.

Chuikov rechazó cualquier tipo de negociación luego de consultar con el mariscal Zhukov y luego con el propio Stalin, le entregó a Krebs un documento con las condiciones soviéticasː
  • “1. Berlín capitula. 2. Todos los que capitulan han de deponer las armas. 3. Se garantiza la vida a todos los soldados y oficiales. 4. Habrá socorro para los heridos. 5. Se encontrará la posibilidad de negociar por radio con los aliados”.

El 2 de mayo a las 2:50 de la madrugada, el general Helmuth Weidling, último comandante de la defensa de Berlín, llegó al cuartel general de Chuikov para ofrecer la rendición incondicional de la capital. Por imposición del comandante soviético, el alemán redactó una orden que capitulación para ser transmitida a los alemanes que todavía seguían combatiendo.

Decía: “Berlín, 2 de mayo de 1945. El 30 de abril de 1945, el Führer se suicidó abandonando a su destino a todos los que le habían jurado fidelidad. Fieles a la orden del Führer, ustedes, soldados alemanes, han estado dispuestos a continuar la batalla de Berlín, aunque la munición se agotara y, dada la situación general, era absurdo seguir resistiendo. Ordeno que cese inmediatamente toda resistencia. Cada hora que sigan luchando prolonga el terrible sufrimiento de la población civil de Berlín y de nuestros heridos. De acuerdo con el alto mando de las tropas soviéticas los conmino a abandonar inmediatamente la lucha”. Firmaba: “Weidling, antiguo comandante de la zona de defensa de Berlín”. Solo unos pocos oficiales alemanes desobedecieron la orden y continuaron combatiendo los días siguientes.

En poco más de diez días, las pérdidas de las tropas soviéticas ascendieron a 81.116 muertos o desaparecidos y 280.251 heridos. Las bajas alemanas fueron de 458.000 entre muertos y heridos y soldados y oficiales y 479.298 prisioneros. Se calcula que unos 20.000 civiles también murieron durante los combates. La última gran batalla en territorio europeo de la Segunda Guerra Mundial había terminado y con ella el sueño de un Reich que debía durar “mil años” quedó definitivamente sepultado bajo las ruinas de su capital.

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Prensa LOV/Carmen Cecilia Guerra

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