Desde esta tarde de este jueves, el cardenal Robert Francis Prevost será conocido con el nombre de León XIV. En el momento mismo en que un nuevo papa acepta su elección, debe tomar ya su primera decisión, respondiendo a la pregunta: “¿Cómo deseas ser llamado?”.
La elección de ese nombre no es un mero formalismo, sino un acto cargado de historia, referencias y mensajes. ¿Qué nos dice el de León?.
¿Por qué los papas toman un nuevo nombre?
Aunque no existe una norma doctrinal que obligue a cambiar de nombre, la práctica se ha convertido en una tradición casi inquebrantable desde hace más de un milenio, pues a partir de un determinado momento prácticamente todos los papas son conocidos con un nombre distinto del suyo propio.
Esta costumbre surgió a principios de la Edad Media: el primero en hacerlo fue Juan II, que en el año 533 decidió abandonar su nombre de nacimiento, Mercurio, por parecer demasiado pagano para quien debía ser el líder de la Iglesia católica.
A partir de entonces la práctica se fue consolidando y tomó especial importancia cuando empezaron a elegirse pontífices no italianos: tomar un nombre en latín ayudaba a “disimular” sus orígenes extranjeros y contribuía a que fuesen mejor aceptados.
En otros casos también diluía (al menos en apariencia) sus orígenes ostentosos, ya que los pontífices acostumbraban a provenir de familias nobles que, lógicamente, tenían muchos enemigos: abandonar su apellido era una manera simbólica de cortar lazos políticos, aunque en la práctica estaba claro que no era así.
Cada nuevo nombre papal es examinado con lupa, pues suele contener pistas sobre las prioridades del pontificado que comienza.
Hay muchas razones por las que el pontífice elegido escoge un nombre u otro: desde preferencias por determinados santos (como hizo Francisco), hasta referencias a papas del pasado que hayan sido recordados bajo una luz positiva (como es el caso del actual, León XIV).
Pero no todos los nombres están disponibles, al menos simbólicamente. Pedro, por ejemplo, se considera prácticamente vetado por respeto al apóstol y primer papa.
Otros están hoy cargados de significados históricos problemáticos (por ejemplo, Pío XI es recordado por sus pactos con la Italia fascista).
Desde que se estableció la tradición de cambiar de nombre al asumir el papado, muy pocos papas han mantenido su nombre de pila; concretamente, solo dos.
El primero fue Adriano VI (Adriaan Florenszoon Boeyens), entre 1522 y 1523; y el segundo Marcelo II (Marcello Cervini), cuyo pontificado duró solo 22 días en 1555. Hay que decir que ninguno de los dos mantuvo estrictamente su nombre, sino que lo adaptaron al latín.
León, el nombre que llevaron papas decisivos en la historia de la Iglesia
Antes que Robert Francis Prevost, otros trece pontífices han llevado este nombre. Es el cuarto más popular en la historia de la Iglesia, después de Juan (21 papas), Gregorio (16) y Benedicto (15), y empatado con Clemente (14).
Hay que puntualizar que la numeración no siempre ha sido exacta, lo que explica que hubiera pontífices con el nombre de Juan XXIII o Benedicto XVI a pesar de que, técnicamente, los números no cuadraban. Y León es un nombre que han elegido algunos de los líderes más importantes de la Iglesia católica, para bien o para mal.
Entre los papas medievales, el primero con este nombre fue San León Magno (440-461 d.C.), que pasó a la historia sobre todo por haber persuadido al temible Atila el Huno para que no saquease Roma en el año 452.
Su nombre quedó asociado para siempre con el liderazgo doctrinal y la autoridad moral: es uno de los 37 personajes nombrados Doctores de la Iglesia, uno de los mayores y más escasos honores de la Iglesia católica.
Durante el Medievo hubo otros papas con este nombre. Algunos pasaron sin mucha pena ni gloria, pero hay que destacar a tres.
El primero fue León III (795-816 d.C.), que coronó a Carlomagno como emperador de Occidente, empezando una historia de siglos de disputas y amor/odio entre el poder eclesiástico y el regio. Poco después llegó León IV (847-855 d.C.), que fortificó el Vaticano, algo que se revelaría crucial para protegerlo frente a los ataques de los ejércitos musulmanes y asiáticos. Finalmente, entre 1049 y 1054 encontramos a León IX, que luchó contra la corrupción y el libertinaje de los eclesiásticos provenientes de familias nobles.
Llegados al Renacimiento encontramos a uno de los más decisivos, aunque no exactamente para bien: León X (1513-1521). Este fue desde el primer momento un papa atípico, porque procedía de una familia burguesa y, para colmo, de banqueros (actividad considerada pecaminosa): era el segundo hijo de Lorenzo de Médici, “el Magnífico”, señor de Florencia.
Acostumbrado a la buena vida, su excesiva ostentación y afición por los placeres de la mesa fueron decisivas para encender la chispa de la indignación de Martín Lutero, dando inicio a la Reforma protestante.
Dando un salto hasta la época moderna, León XIII (1878–1903) fue el último papa con este nombre hasta la elección del actual, y uno de los más influyentes del siglo XIX.
Autor de la encíclica Rerum Novarum («Sobre las cosas nuevas»), se le considera el padre de la llamada “doctrina social de la Iglesia”: intentó reconciliar la Iglesia con el mundo moderno, abordando las cuestiones laborales, defendiendo los derechos de los trabajadores y planteando el nuevo papel de la Iglesia en la era contemporánea. Su nombre está hoy muy bien valorado por sectores reformistas y sociales del catolicismo.
¿En cuál de estos se ha fijado el actual papa como referencia?
La pregunta obligada es, ¿en cuál de estos se ha fijado el actual papa como referencia? Esto solo lo sabe él, pero los analistas especializados en el Vaticano opinan que lo más probable es que se haya fijado en el último, León XIII.
Este pontífice es una figura profundamente asociada con la justicia social, pero también con la modernización prudente de la Iglesia, un mensaje de equilibrio entre la actitud reformista de Francisco y un perfil más diplomático y conciliador en contraste con este, cuyas críticas a los líderes políticos a menudo no sentaron bien a los aludidos.
Así pues, escoger el nombre de León puede indicar una continuidad con los esfuerzos de Francisco pero a través de una reforma tranquila y sólida, algo que puede verse favorecido también por no ser excesivamente mayor para los estándares de un pontífice actual (este septiembre cumplirá 70 años) y, por lo tanto, tener la posibilidad de un papado largo.
La elección de una figura de puente entre la tradición y los desafíos actuales, tal como hizo León XIII en su tiempo con los cambios del siglo XIX, era una idea que resonaba con fuerza desde la muerte de su predecesor: habrá que ver, por supuesto, cómo navegará a través de los desafíos de la Iglesia moderna.
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Prensa LOV/Carmen Cecilia Guerra
Agencias