El Viernes Santo nació para conmemorar el día de la muerte de Jesús. Antiguamente era un día de luto en el que se participaba mediante el ayuno, que luego se extendió a todos los viernes del año.
Hoy, 18 de abril, es Viernes Santo y toda la Iglesia se une en duelo y espíritu penitencial para conmemorar la Pasión y Muerte del Señor.
La liturgia de hoy, en toda su riqueza, nos depara momentos intensos en los que podremos profundizar en el misterio del sacrificio de Cristo.
La liturgia del Viernes Santo se compone de tres momentos: Liturgia de la Palabra, Adoración de la Cruz y Comunión. En este día y a través de esta liturgia, se invita a los fieles a fijar su mirada en Jesús, el Crucificado.
Cristo murió en la Cruz para llevar a cabo la misión de salvación que el Padre le había confiado: «He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». «Él -dice Isaías- tomó sobre sí nuestros sufrimientos, cargó con nuestros dolores, y nosotros lo juzgamos castigado, golpeado por Dios» (Is 52,13-53,12). Jesús pagó con su vida el precio más alto por nuestra desobediencia, y lo hizo con amor y por amor: «Jesús, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9).
A la sombra del Viernes Santo, cada uno de nosotros puede ponerse ante la Cruz y confrontarse con el Señor Jesús sobre sus propios problemas, sus dramas, sus propios sufrimientos. Todas las cuestiones de la vida están iluminadas por la Cruz, hasta el punto de que podríamos decir realmente que «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Hay que seguir al Señor Jesús en el amor, hasta el final. Como Él nos ha amado.

Un día para poner el corazón frente al Señor
En la tarde del Viernes Santo se realiza la Celebración de la Pasión del Señor, que conmemora los distintos momentos por los que pasó el Salvador en las horas previas a su ejecución. Ese itinerario de dolor se recuerda paso a paso a través de la lectura de la Palabra, la Adoración de la Cruz y la Comunión Eucarística -consagrada el día previo, Jueves Santo-.
Paralelamente, la Santa Madre Iglesia nos invita a acompañar a la Virgen María en sus sufrimientos de madre. Ella nunca abandonó a su Hijo y, a diferencia de la gran mayoría de discípulos, no huyó y permaneció firme a los pies de la cruz.
Hacia el final de la Celebración de la Pasión, después de la Adoración de la Cruz, el Misal Romano señala: «Según las condiciones del lugar o de las tradiciones populares y, según la conveniencia pastoral, puede cantarse el Stabat Mater, (…) o algún canto apropiado que recuerde el dolor de la Bienaventurada Virgen María» (Misal Romano, rúbricas para el Viernes Santo [VS], núm. 20).
Por la noche, los fieles meditan el periplo de Jesucristo hacia el Calvario o Gólgota a través del Vía Crucis [El camino de la cruz]. Luego, antes de acabar el día, en numerosos lugares se celebra el “Oficio de las Tinieblas” en el que se recuerda la oscuridad en la que cayó el mundo cuando muere el Redentor.
Dicha celebración, generalmente hecha dentro del templo y en un ambiente de creciente oscuridad, concluye con un signo de esperanza: después de dejar paulatinamente el templo a oscuras, se enciende una vela sobre el altar que recuerda que Jesús habrá de resucitar.

Lo que está roto será unido y renovado
En Viernes Santo “celebramos la muerte de Jesús, quien ha muerto por cada uno de nosotros y por toda la humanidad para reconciliarnos con el Padre”.
Es decir, estamos celebrando hoy el amor extremo, el amor divino, el único capaz de pagar el más caro rescate por nuestra salvación: la vida del Hijo. Esto debería tener implicancias tremendas en nuestra vida diaria: gracias a Cristo, las puertas que se habían cerrado a causa de nuestros pecados han sido abiertas de nuevo para nunca jamás cerrarse de nuevo. ¿Quién, conociendo esta verdad, podría seguir viviendo igual?
Es importante, entonces, interiorizar que Jesús se entregó en la Cruz por cada uno. Esa entrega es personal: por mí, por tí, y no fue hecha de manera “masiva”. Es por eso que la Cruz es un signo de victoria: por la Cruz ‘muere la muerte’. En ella perece el pecado, su fuerza y sus consecuencias; Jesús libremente decidió ‘morir mi propia muerte’, al querer morir por mi. ¿No es esta la victoria más grande de la historia? ¡Qué poco importa si a alguno le sabe a fracaso! Definitivamente no lo es.
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Prensa LOV/Carmen Cecilia Guerra
Agencia